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3 ago 2010

TERCERA Y ÚLTIMA

Un grifo daba provisión para todos los vecinos. Dos cagaderos, uno en cada planta. Tres pilas grandes y dos más pequeñas conformaban el lavadero; estas pilas también en los meses templados y de calor eran usadas para bañarse y allí, en el lavadero, habían puesto mi primo Miguel y mi padre una ducha. Esta ducha, en casi exclusividad, la usaban los hombres y si alguna vez la usaba una mujer era previa preocupación de que otras colaboradoras cubriesen los huecos por dónde podían ser vistas. Las pilas grandes se llenaban de agua y con el sol que les daba toda la mañana el agua cogía una temperatura ideal para el uso.
Estos anteriores eran todos los servicios de que se disponían y por lo tanto, también los principales puntos de conflicto. Los principales eran: dejar el retrete sucio, dejar las pilas sucias o demasiado tiempo ocupada, no dejar el cubo de agua que había en el retrete lleno una vez terminado su uso y cosas por el estilo.
Las broncas eran duras dialécticamente, pues casi siempre ésta se producía por un cúmulo de cosas que sucedían a través de los días y no en la primera ocasión. Las intervinientes casi siempre eran las mismas, siempre entre mujeres y los hombres, aunque estuviesen presente, jamás participaban. Las broncas duraban poco y sin más consecuencia, al rato de haber terminado era fácil ver a las contendientes en animada charla de otro asunto. En este apartado las mayores broncas eran siempre con Rafaela Romero, la dueña de los taxis, que la verdad es que era bastante omisa y esquiva en sus usos y costumbres, vamos, ¡guarra en una palabra! Cuando alguien le llamaba la atención pasaba como nadie de los temas y entonces se formaba, pero ella se limitaba a no entrar en la pelea sino que tenía una serie de frases que sabía que molestaba a la contendiente y sólo decía esa frase y claro, la otra se subía por las paredes. Esto duraba hasta que la que le había llamado la atención se vencía y callaba. A mi tía Dolores le decía “aceituna morá” a su tocaya la Rafaela de abajo le decía “pobrecita mi niña” y así tenía para casi todas algo. Mi tía Charo y mi madre eran las más mediadoras en las broncas y casi siempre acababan arreglando el entuerto que había provocado la situación, o sea, haciendo lo que la otra había dejado de hacer.
Los niños no éramos fuente de conflicto pues estábamos bastante sobreprotegidos por todos, y también porque cuando hacíamos alguna trastada el o la que estaba más cerca actuaba y te llamaba la a tención o te daba un cate en el culo si eras pequeño o algo más contundente y acorde con la gravedad si eras un zagalón. La calidad de zagalón se conseguía la haber hecho la primera Comunión, que entonces se hacía a los siete años de edad. No se te podía ocurrir ir a tu padre o tu madre para decirle que alguien te había pegado o reñido pues entonces te ganabas otra a la vez de escuchar: pues algo habrás hecho para que te tengan que pegar o reñir.
El patio era grande, muy grande lo recuerdo. No creo que tuviese menos de 25m de largo por 18 ó 20m de ancho. Esto, como comprenderéis, daba para organizar buenos partidos de fútbol en los que algunas veces participaban los mayores, de tenis ya que entonces Santana estaba en pleno auge, baloncesto en una canasta que me hizo mi padre y que colgaba de la reja de la ventana del almacén de D. Armando, entonces también se veía mucho baloncesto en TV con el Real Madrid de Luik, Sevillano, Emiliano, etc., también en la pared de D. Armando jugábamos al frontón con las pelotas de Gorila. Otros juegos eran al “cogé”, a las estampas o cajillas, a piola, a las bolas o al trompo según la temporada. También en este tiempo de verano era habitual pasar las mañanas cogiendo “zapateros” para lo que usábamos las tiras de caña de una escoba vieja clavada entre las lozas del patio y se regaba con abundante agua.
No quiero olvidarme de decir que el patio estaba enlozado con piedra de Tarifa y que era precioso. Siempre que paso por la Catedral, principalmente por Alemanes, subo por detrás de las cadenas con el fin de pisar y recordar mi patio, las lozas son parecidas a las que allí estaban colocadas.
Recuerdo la anécdota de un día que estábamos un puñado de niños jugando a los dardos, que hacíamos con palillos de dientes y una aguja de coser, en la puerta de D. Armando, y por lo tanto también, delante de la puerta de Antonio y Rosarito. Como estábamos haciendo mucho ruido salió Antonio y cogió a uno, creo recordar que a Fernandito, y se lo puso entre las piernas. Sacó del bolsillo una navaja y abriéndola delante de sus ojos le pasó el contrafilo por la garganta y limpiándola en el pantalón la cerró y guardo de nuevo en el bolsillo. Todo esto lo hizo sin hablar nada. Cuando soltó a Fernando este se agarró la garganta con las dos manos y empezando a llorar decía: ¿tengo mucha sangre?, ¡es que me duele mucho!
En mi época habíamos pocos niños: Fernando Bellido que era hijo del casero, Antonia Pérez que era hija del orfebre, mi primo Alfonso, que aunque no vivía permanentemente en la casa pasaba grandes temporadas, y yo. Pequeños con una diferencia entre los cinco y diez años si había un montón. De todas formas gente no faltaban pues aparecían a jugar otros amigos del colegio y del barrio siendo algunos de ellos, gracias a Dios, los que componen hoy mi reunión habitual de amigos.
Los juegos solían acabar sobre las siete y media de la tarde para posteriormente hacer los deberes del colegio, lavarse un poco por etapas, salvo el sábado que tocaba baño. La hora de cenar, toda la familia siempre junta, era las nueve para después ver un rato la televisión o escuchar la radio. Después de cenar mi hermana Loli, solía salir un rato con el novio hasta las diez y media que había que volver a casa. También mi padre después de cenar salía un rato al bar de mi padrino, Faustino, que estaba en lo que hoy es una tienda de teléfonos frente a la carnicería Nevada.
A la hora de comer, para los niños, siempre había comida a la carta. Para ello era sólo necesario montar un poco de jaleo si no te agradaba lo que tenía tu madre de comer y siempre salía alguien diciendo: ¿Qué le pasa al Rafalín, o al que fuese? Una vez llegado a este punto ya empezaba la oferta: una vecina decía pues yo tengo puchero, otra yo carne con tomate, otra yo cocido de garbanzos, etc., y se trataba de escoger el plato que te agradara más. Yo siempre eludía el ofrecimiento de Rafaela Romero por darme asco y de Paca la madre del Sopa y Lola, la mujer del orfebre, por no gustarme como guisaban. Me encantaba comer la comida de Rosarito de mi tía Charo y de mi Tía Dolores. También era costumbre sacar un plato de comida cuando se sabía que el guiso del día era el de preferencia de algún vecino y se le llevaba a su cocina para cuando llegase lo pudiese catar. Quiero destacar que mi madre era una excelente cocinera de la cual yo soy un magnifico sucesor, ¡modesto que es uno!
Cuando algún vecino, principalmente mujer, enfermaba no tenía que preocuparse de nada pues entre todas las demás se hacían las labores, mandados, recados y demás faenas del día. Tampoco tenía problemas el que se quedaba parado o pasaba por alguna dificultad económica pues era atendido y ayudado entre todos. Era motivo de preocupación de todos la comida de la Yaye como ya conté, y la única remisión que había, en este sentido, era la asistencia a Luisa Opellón. Esta mujer no aceptaba la ayuda, salvo que pudiera pagar a quien se la ofrecía y entonces surgía el problema, ya que nadie quería tener con ella nada que ver. De todas formas la atendían cuando no se podía valer, recordar que un simple cubo de agua suponía bajar al lavadero y después cargar con él lleno hasta la planta de arriba en el caso de esta mujer que ya era bastante vieja, y ella, creo que con soberbia, dejaba algo de dinero en el poyo de la cocina de quien la había socorrido o bien nos lo daba a un niño para que lo entregáramos a la destinataria. Con eso daba por pagado el favor y podía mantenerse en su estatus de independencia y soledad.
Las ropas se heredaban o compartían entre mujeres y niños salvo ropa interior y zapatos.
El que tenía un televisor lo sacaba al patio si ponían una corrida de toros, un partido o un programa interesante que los demás quisieran ver. Si eran meses de invierno, se invitaba a la habitación y el que venía traía su silla. Si llegada la hora de acostarse el invitado o invitada no era prudente para retirarse era llamado al orden y despedido sin más problemas.
En fin, que era otra forma de vida. No sé si mejor o peor que la actual pero sí completamente diferente. Se compartía, se quería y lo principal se convivía con conciencia del prójimo. Esta convivencia es la que echo hoy en falta cuando por ejemplo te vas de vacaciones y el vecino no es capaz de echarle un poco de agua a las macetas que se están muriendo si no se los has pedido expresamente ya que el hacerlo puede ser indicación de intromisión en sus cosas y en su vida. Un vecino bautiza a su nuevo hijo y no da participación a los demás ya que decir de un cumpleaños o algún otro acontecimiento. En fin no sigamos por este camino que la liamos.
Ea, hasta otra ya que este tema lo doy por terminado. Espero no os haya resultado demasiado pesado y os haya instruido a muchos sobre una forma de vida ya en desuso pero que fue ayer mismo cuando tuvo lugar.
Yo he disfrutado recordándolo y escribiéndolo espero que os haya gustado a algunos el recordarlo por haberlo vivido, verdad Naranjito, y gozado al igual que yo y a otros por no haber tenido el gozo y también sufrimiento de haberlo pasado.
Besos y abrazos.

9 comentarios:

Naranjito dijo...

Amigo Rafaé, en estos ladrillos has esculpido las bases, los orígenes y parte de los fundamentos de la buena gente que existe hoy. Algo queda de aquello, afortunadamente. Un ejemplo: en mi planta, somos cuatro, todos tenemos llaves de todos, pa un caso de necesidá. Me parece que mis vecinos se han criado en una casa parecida. Lo dicho gracias por el LADRILLO y a seguir a ver si llegamos a la azotea.

sevillana dijo...

En mi antigua casa la de la calle Caballerizas el lavadero estaba en la azotea y mi hermano mayor (Pepe) construyó allí un palomar y cuando había crias nos dejaba verlas a los más pequeños.
En las tardes de verano cuando el sol apretaba nos sentábamos en las escaleras de marmol que iban desde el patio hasta la primera planta en donde vivían mis abuelos, una de sus hijas y su marido . Nosotros vivíamos en el piso de arriba y otro matrimonio que tenía dos hijos un poco raros.
Todo el alrededor del patio era también otra vivienda y al lado de nuestra casa había una casa muy grande que era como un corralón con muchos vecinos.
Por ahora, en donde vivo actualmente tengo muy buena relación con los vecinos, tengo llaves de las casas de varios y dos de ellos me invitaron a las Comuniones de sus hijos.
en fin que por ahora no me puedo quejar.
Me han encantado estas últimas entradas, te lo has curraó muy bien.
Besos

La gata Roma dijo...

Que maravilla Rafael, entiendo que lo dejes aquí, pero si de vez en cuando quieres recordar algo del corral sería genial.
La verdad es que con los vecinos de mi planta y algunas más tenemos muy buena relación, aunque claro, somos unos 36 pisos, no nos podemos llevar bien todos, porque entre otras cosas con tantas mudanzas algunos ni tengo muy claro donde viven…
Imagino que un sitio lleno de espacios comunes fomentaba muchísimo la convivencia y por eso había esa relación.

Me han encantado estas entradas, a ver que nos traes ahora.

Kisses

Juanma dijo...

Sencillamente magníficas las tres entradas, querido Rafael. Un retrato en el cual algo nos podemos ver, también, los que íbamos creciendo algo después que tú (no mucho, que no hay tanta distancia). ¿Un ejemplo?: aquellos juegos. Han desaparecido ya, ¿no?

Un fuerte abrazo.

Lola Montalvo dijo...

Me han encantado las tres entradas, Rafael. Nos llevas de la mano a una época que aprece tan lejana... y está ahí al lado. Se nota cariño en tus relatos, se nota ternura. ¡¡¡Qué más quisiera el «Cuéntame...» ése de la tele!!!
Un abrazo

José Miguel Ridao dijo...

¡¡Bravo!! Te has lucido. Este documento costumbrista es impagable. Llega muy bien, transmite con lucidez lo que era aquella vida, y no hace falta juzgarlo.

Un abrazo.

Verdial dijo...

Pues yo me he quedado con ganas de más, porque he vivido tan intensamente los días de mi infancia...
Que canalla el Antonio por lo que hizo con la navaja,eso hoy es motivo de denuncia por malos tratos infantiles.

Yo te pido que cuando tengas ocasión pongas alguna entrada de éstas.

Un abrazo

Bernardo Romero dijo...

Puede que sea porque se añora la infancia, o porque cada día se vive con más soledad, pero el caso es que lo que has escrito me ha hecho disfrutar como pocas veces se disfruta con la literatura. Gracias, miarma, por estas tres entregas absolutamente impagables. Gracias.

Er Tato dijo...

¿Tercera y última? ¡Venga ya, Rafael! Acabo de leerme las tres del tirón y, aunque yo no he vivido eso, sí tengo gente muy cercana que lo ha hecho y siempre me ha encantado que me contaran estas cosas.

Un abrazo y una cervecita con un platito de sardinas y tomatitos aliñaos