Aquella tarde fue la comidilla de media calle Sierpes, palcos y lo que restaba de carrera oficial. No es que allí se acabara su problema, pero la verdad es que, una vez la cofradía saliese de aquel escenario, su problema se diluiría bastante entre la oscuridad de la noche y el ajetreo de las personas que a partir de la salida de la Catedral arrastraba la Hermandad.
Lo tremendamente llamativo era el color tan grosero de la grandísima mancha que padecía aquel nazareno. Era altísimo y su hábito, salvo aquella gran mácula, aparecía impoluto con un blanco impecable en su vieja túnica de sarga marina. Lucía un amplio cinturón de abacá, quizá más amplio que el aconsejado en las Reglas de su Hermandad, pero sus utilidades tenía, haciendo de faja cuando llegaba el momento de armar y desarmar el tablao, que facilitaba la entrada y salida de la cofradía al templo, y otras no tan confesables. Iba muy cerca siempre de su Madre, con el cometido de que no la dañase nada, ni la más ligera brisa de la fresca noche primaveral, en su regreso a casa. En aquella ocasión, esa situación privilegiada, junto al paso de palio, se volvía en su contra y lo puso en el candelero donde todo el mundo lo vio.
El antifaz era un elemento que no producía su tarea en la persona de aquel nazareno. Todos lo conocían, incluso con el capirote puesto. Su Estación hacia la Gloría, ya que nunca fue de Penitencia, estaba cuajada de saludos de vecinos del barrio, de devotos de la Señora y de muchos hermanos de la Corporación que, por infinidad de motivos particulares, no formaban parte de las filas nazarenas. Ese nazareno grande, en todos los sentidos de la palabra grande era el “Piostre” perpetuo de la Hermandad.
El cariño de aquel hombre hacia su Hermandad era inconmensurable, no había sacrificio que no fuese capaz de hacer por ella o por sus hermanos. A nada ni a nadie decía no por causa alguna, y fue por esta disposición suya que, aquella tarde, sufrió lo indecible. Había acudido a él una antigua vecina, de una cercana casa de vecinos desahuciada y que ahora vivía en la barriada de Madre de Dios, para que se hiciera cargo de sus nietos en el transcurso de la Carrera Oficial. Eran los años en que se empezó a endurecer el tránsito por ella, los “guindis” se tomaban muy a pecho su trabajo y la verdad es que ponían difícil el paso de acompañantes por este tramo del itinerario de las cofradías.
Ese fue su gran problema, pues entre el trabajo que llevaba encomendado y atender los saludos que le llegaban ya tenía bastante como para también ir cuidando de unos niños que, aunque no eran traviesos, llevaban el normal nerviosismo que da vestir de nazareno a ciertas edades. Estaba el paso de su Señora recién entrado en Sierpes, y arriado delante de la papelería de Padura, cuando uno de los niños se le acercó para sorprenderlo diciéndole que se estaba haciendo pipí. Horror, pánico, no sabía que nombre darle a las sensaciones que le pasaron por la cabeza en aquellos momentos, pero tenía que actuar y actuó.
Se acercó a la cercana calle Azofáifo, y en un rincón del final de la calle puso al chiquillo a orinar, ya que no se atrevió a entrar en el bar, por prohibirlo sus Reglas, que allí había. La verdad, es que con el trajín del momento no se dio cuenta del accidente y la ligera humedad que sintió, desde el cuello al bajo vientre, la achacó al posible sudor por el sofoco que estaba sufriendo. No, nada más lejos de la realidad que estaba sucediendo.
El nazareno grande no recordó, que otra de las utilidades que él le daba a su ancho esparto, era sujetar una botella de vino tinto. De la botella emergía un fino macarrón de plástico con la amplitud necesaria para llegar a su boca y también estaba convenientemente previsto que esa botella sería reemplazada por otra llena que su suegro le llevaría a la salida de la Catedral para así poder cubrir, a gustito, lo que sería el colofón de su particular día de Gloria. Ese y no otro fue el verdadero motivo de la mancha que, por mucho que él luchó, nunca logró buscarle una justificación más acorde con la seriedad requerida aquella tarde.
Indudablemente este relato y el protagonista son ficticios y cualquier parecido con la realidad mera coincidencia. ¿O no?
Dedicado a mi amigo Juan Luís Franco, del admirado blog: Toma de horas.
Lo tremendamente llamativo era el color tan grosero de la grandísima mancha que padecía aquel nazareno. Era altísimo y su hábito, salvo aquella gran mácula, aparecía impoluto con un blanco impecable en su vieja túnica de sarga marina. Lucía un amplio cinturón de abacá, quizá más amplio que el aconsejado en las Reglas de su Hermandad, pero sus utilidades tenía, haciendo de faja cuando llegaba el momento de armar y desarmar el tablao, que facilitaba la entrada y salida de la cofradía al templo, y otras no tan confesables. Iba muy cerca siempre de su Madre, con el cometido de que no la dañase nada, ni la más ligera brisa de la fresca noche primaveral, en su regreso a casa. En aquella ocasión, esa situación privilegiada, junto al paso de palio, se volvía en su contra y lo puso en el candelero donde todo el mundo lo vio.
El antifaz era un elemento que no producía su tarea en la persona de aquel nazareno. Todos lo conocían, incluso con el capirote puesto. Su Estación hacia la Gloría, ya que nunca fue de Penitencia, estaba cuajada de saludos de vecinos del barrio, de devotos de la Señora y de muchos hermanos de la Corporación que, por infinidad de motivos particulares, no formaban parte de las filas nazarenas. Ese nazareno grande, en todos los sentidos de la palabra grande era el “Piostre” perpetuo de la Hermandad.
El cariño de aquel hombre hacia su Hermandad era inconmensurable, no había sacrificio que no fuese capaz de hacer por ella o por sus hermanos. A nada ni a nadie decía no por causa alguna, y fue por esta disposición suya que, aquella tarde, sufrió lo indecible. Había acudido a él una antigua vecina, de una cercana casa de vecinos desahuciada y que ahora vivía en la barriada de Madre de Dios, para que se hiciera cargo de sus nietos en el transcurso de la Carrera Oficial. Eran los años en que se empezó a endurecer el tránsito por ella, los “guindis” se tomaban muy a pecho su trabajo y la verdad es que ponían difícil el paso de acompañantes por este tramo del itinerario de las cofradías.
Ese fue su gran problema, pues entre el trabajo que llevaba encomendado y atender los saludos que le llegaban ya tenía bastante como para también ir cuidando de unos niños que, aunque no eran traviesos, llevaban el normal nerviosismo que da vestir de nazareno a ciertas edades. Estaba el paso de su Señora recién entrado en Sierpes, y arriado delante de la papelería de Padura, cuando uno de los niños se le acercó para sorprenderlo diciéndole que se estaba haciendo pipí. Horror, pánico, no sabía que nombre darle a las sensaciones que le pasaron por la cabeza en aquellos momentos, pero tenía que actuar y actuó.
Se acercó a la cercana calle Azofáifo, y en un rincón del final de la calle puso al chiquillo a orinar, ya que no se atrevió a entrar en el bar, por prohibirlo sus Reglas, que allí había. La verdad, es que con el trajín del momento no se dio cuenta del accidente y la ligera humedad que sintió, desde el cuello al bajo vientre, la achacó al posible sudor por el sofoco que estaba sufriendo. No, nada más lejos de la realidad que estaba sucediendo.
El nazareno grande no recordó, que otra de las utilidades que él le daba a su ancho esparto, era sujetar una botella de vino tinto. De la botella emergía un fino macarrón de plástico con la amplitud necesaria para llegar a su boca y también estaba convenientemente previsto que esa botella sería reemplazada por otra llena que su suegro le llevaría a la salida de la Catedral para así poder cubrir, a gustito, lo que sería el colofón de su particular día de Gloria. Ese y no otro fue el verdadero motivo de la mancha que, por mucho que él luchó, nunca logró buscarle una justificación más acorde con la seriedad requerida aquella tarde.
Indudablemente este relato y el protagonista son ficticios y cualquier parecido con la realidad mera coincidencia. ¿O no?
Dedicado a mi amigo Juan Luís Franco, del admirado blog: Toma de horas.
20 comentarios:
ME SUENA A MI ESA HISTORIA, A MI ME LO CONTÓ UN CAPATAZ CHIQUITILLO Y MU FLAMENCO QUE LLEVA UN PALIO QUE BIEN CONOCES, UN ABRAZO FAÉ
Rafaé, no sé si la história es ficticia o nó, Pero peazo de história. Ole los nazaranenos de antes, eso es una penitencia agradable. ¿o este nazareno no es tan antiguo?.
Habiendo niños cerca para que carguen con la culpa, siempre hay opciones, siempre.
Muy divertido y sbre todo recordatorio de situacines incómodas que todos hemos sufrido.
Un abrazo Rafael
Todo perfecto -mi querido amigo- menos el detalle de la botella de vino, pero como dijo aquel: "una mala tarde la tiene cualquiera". Saludos.
Hola, amigo Fali.
Cuando he comenzado a leer tu cuento,se me ha venido a la mente otra mancha igual de escandalosa pero de otro color que la del tinto, mucho más "olorosa", vamos, que habría que ir toda la estación, pegaíto, pegaíto a los del incienso pa intentar disimular.¡Eso sí que es un marrón!.
Un abrazo.
Muy divertido, aunque yo estoy de acuerdo que habiendo niños por medio..............
Besos..........Leo
Esta historia es famosa en ciertos circulos Antonio. Josemi sabes que está entre ellos.
Un abrazo.
Esta historia es famosa en ciertos circulos Antonio. Josemi sabes que está entre ellos.
Un abrazo.
Naranjito, ese cuento, aunque no lo he puesto me lo imagino yo por los primeros años setenta.
No es autobiográfico, ni me pasó a mi, que eres muy mal pensado.
La única coincidencia que hay conmigo en ese relato, es que en la cofradía me conoce todo el mundo. Cuando voy de nazareno todo el que está cercano a la Hermandad de la Candelaria me va saludando: adiós Fali, adiós gordo y así toda la tarde noche. También que fuí Prioste de la Hermandad.
Un abrazo
Hola Capitán, de esas como te podrás figurar nos podemos inventar cinco mil.
Un abrazo
Es lo que tiene Natural. Pura ley de Murphy.
Saludos
Ojú Tritri, eso si que es malo una mancha de las que pesan.
Si supieras la de veces que me lo he imaginado. Yo una madruga, vistiendo la túnica del Calvario, lo pasé algo peor que regular.
Un abrazo
Algo siempre pasa Leo, es casi seguro.
Un beso.
Jo, qué cosas pueden pasar en esta sitaución. A mí me dices que es un cuento, pero te aseguro que me lo puedo creer si me dicen que es cierto como el sol que brilla. Mi marido salía el Jueves Santo y me ha contado cada cosa...!
Besos miles
Una historia divertida, que también me creería como anécdota.
Saludos.
El ya legendario día que nos tomemos "ese café" o "esa cerveza" te contaré la "bromita" que me gastaron mis amigos una madrugá saliendo de nazareno...
Saludos y curiosa historia, no la conocía.
Esa es la incognita Lola, ¿es real o no?
De todas formas hay infinidad de ¿leyendas? o anécdotas de esta clase en nuestra Semana Mayor.
Un beso
La gente que se mueve, o nos movemos, por las cofradías son imprevisibles Juan Carlos.
General, el café o la cerveza el día que quieras y a la hora que quieras. PAra mi será un honor tomarla contigo. Me encantará escucharte la aventura.
Gracias por vuestras visitas. Besos y abrazos.
Historias como esta y otras oí de labios de un costalero de tu Hermandad con el que estuve un buen tiempo saliendo y no solo de tu hermandad sino de varias más.
Es increible las cosas que pasan y las personas que presencian el transcurrir de las mismas ni se percatan de ello.
Besos
Pues me la estaba creyendo. Alguna vez te dedicaré en mi blog una parecida pero completamente real.
Un beso.
Como con el comentario de Reyes y Mercedes creo se puede dar por cerrada esta entrada, os confirmo que la historia narrada es real y que su protagonista fue uno de los Candelarios BUENOS sino el que más.
Lo queríamos todos los que lo conocimos, que fuimos muchos, y vivirá en la memoria de la Hermandad de la Candelaria por muchas generaciones.
Pedro Manuel Luque Luque, era su gracia y gozo en vida al ser nombrado Prioste perpetuo de la Hermandad por unanimidad del Cabildo General que aprobo el nombramiento.
Ruega por nosotros Manolo, tú que estás cerca de Ellos.
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