Aunque
me he sentido muchas veces ofendido, no creo ser nadie para decidir sí otorgar,
o no, perdón a otra persona, en función de su forma de obrar en la vida. Ya
tengo bastante con mi conciencia, y con la ofensa recibida, como para asumir la
limpieza de carga y culpa al ofensor; allá cada cual con su conciencia y sus remordimientos.
Nunca
he tratado de sustituir a ninguna persona, no considero a nadie canjeable. Tampoco
he tratado de olvidar a nadie. Para mí toda persona es inolvidable y única. Es
por eso por lo que, aunque me hayan abandonado, para bien o para mal,
permanecen en mí memoria conservando todos los defectos o virtudes que puedan
tener, o yo les reconozco y otorgo.
He
hecho pocas cosas por impulso en mi vida; ahora, la edad, me aconseja seguir
obrando con calma y cordura.
Son
bastantes las personas que me han decepcionado. Algunos también han tratado de someterme.
No lo han conseguido; aunque sí contribuyeron a llevarme hasta una depresión mental
de la que salí y tengo la fortuna de poderlo contar, mas ninguno me ha causado tormento.
Sí siento mucho desconsuelo, por todo aquel al que yo haya decepcionado, aunque
haya sido sin saberlo o desearlo.
He
abrasado, y dado apoyo, a todo el que me lo ha solicitado o he sabido que lo
necesitaba. A cambio han sido muy pocos los que he recibido, aunque muchos
sabían que los necesitaba
.
Sólo me
he reído cuándo, y con quién, podía y debía reírme. Muchas veces he conocido
que se han reído de mí; pero no me ha afectado mucho más allá de la lástima por
los reidores.
Mis
amigos son eternos y he tenido la suerte de ser honrado mutuamente. Aunque no
tiene gran valor el serlo, pues, amigo mío, puede ser cualquiera ya que no le
pongo límites. Lo que sí es, espantosamente, más complicado, es ser mi enemigo;
ahí sí elijo y, además, soy muy severo en el ajuste de la elección. Mis enemigos
tienen que ser de relevante aptitud y enjundia para poderlo lograr.
Yo he
amado y amo; también me he sentido muy amado. He sido rechazado, y en la edad
más difícil, aunque me he sabido retirar con decoro de dónde no me han querido.
Nunca he rechazado a nadie a quien haya amado.
Evidentemente
no sé si he sabido, y me han sabido, amar; nunca estuve en la escuela del amor.
Igual es que soy insultantemente joven, todavía, para entrar en esas
profundidades del asunto.
He
gritado y saltado de felicidad, más aún, desde que entendí que la felicidad no
es un estado de vida, sino una recapitulación, de momentos concretos en sensatas
dosis.
Nunca he creído en los juramentos eternos; menos todavía en el amor; por eso
nunca los hago.
Soy
llorón, no lo puedo remediar y, además, me gusta que así sea. Lloro viendo una
película o unas fotografías; escuchando una canción; leyendo un libro y un larguísimo
etcétera de situaciones y momentos.
He
tenido la necesidad, por mis circunstancias laborales, de depender muchas veces
de una llamada de teléfono para encontrar la voz que me diera consuelo, y calor,
en la soledad de la adversidad. También conocí la desgracia, por una perdida
familiar, a través del teléfono; entonces todo estaba muy lejos. Ahora, ansío
en escuchar una voz lejana y los simples balbuceos del último entrado en mi
familia.
Me
sigue enamorando una sonrisa, un gesto, una mirada, etc. y que dure mucho esa ilusión.
Llegué
a tener tanta angustia, que quise adelantar a mi hora. Gracias a Dios, que
nunca me abandona, aquí estamos.
Tuve
miedo de perder a gente especial y las perdí. Además, fui tan torpe, que la
perdí doblemente; por no saberlo afrontar, por mi miedo a la recaída o la
propia pérdida.
¡Pero sobreviví
y todavía vivo!
Estoy
orgulloso de no haber pasado ni un día por pasarlo. Salvo en la enfermedad, a la
que le gané por goleada, por eso soy de los que digo: ¡VIVE!
Hay que
luchar por y con la vida; con determinación; con pasión; con osadía, porque el
mundo es del que lo quiere poseer. ¡Pero ojo! hay que saber perder si te vienen
mal dadas, con clase; con arrogancia; con chulería incluso. Lo que no debemos
aceptar es: ni que nos gane el miedo, ni tener una actitud derrotista.
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